Vydáno dne 25.05.2022
Povídka pro mírně pokročilé ze sbírky „Spanish Tales for Beginners“
o ponuré zpovědi mezi mladými dívkami.
En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco y media nada más. Á falta de personas formales los niños tomaban posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda, de la pelota y de escondite… El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosando salud, se agrupaban á la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso perdiesen de vista un momento los inquietos y menudos objetos de su vigilancia…
Esperando la llegada de la gente, me senté en una silla metálica de las que dividen el paseo, y me puse á contemplar con ojos distraídos el juego de los chicos. Detrás de mí estaban sentadas dos niñas de once á doce años de edad, cuyos perfiles—lo único que veía de ellas—eran de una corrección y pureza encantadoras. Ambas rubias y ambas vestidas con singular gracia y elegancia… Me llamó la atención desde luego la gravedad que las dos mostraban y el poco ó ningún efecto que les causaba la alegría de los demás muchachos. Al principio creí que aquella circunspección procedía de considerarse ya demasiado formales para corretear, y me pareció cómica: pero observando mejor, me convencí de que algo serio pasaba entre ellas…
El paseo se iba poblando poco á poco… Los pequeños, retrocedían ante la invasión de los grandes á los parajes más apartados, donde establecían nuevamente sus juegos. Un chico rubio, vestido de marinero, con cara de desvergonzado, se quedó fijo delante de nuestras niñas contemplándolas con insistencia, y no hallando al parecer conveniente la gravedad que mostraban, se puso á hacerles muecas en son de menosprecio. Luisa, al verse interrumpida, se levantó furiosa y le tiró por los cabellos. El chico se alejó llorando.
Al cabo de un rato, cuando ya me disponía á dejar la silla para dar algunas vueltas, oí exclamar á Luisa:
—¡Calla… calla… me parece que ahí viene Lola!
Asunción se estremeció la cabeza vivamente.
—Sí, sí, es ella,—continuó Luisa.—Viene con Pepita y con Concha y Eugenia… Es el primer domingo que viene después de la muerte de su hermano… No te asustes… verás, yo lo voy á arreglar todo.
Asunción, en efecto, había empalidecido y estaba clavada é inmóvil en la silla como una estatua. Pronto divisé un grupo de niñas de su misma edad que se aproximaba; en el centro venía una completamente enlutada, morenita, con grandes ojos negros que debía de ser la causante de los temores de Asunción. Luisa se levantó á recibirlas… Asunción no se movió…
Lolita se vino hacia la melancólica niña y le preguntó cariñosamente tocándole la cara:
—¿Qué tienes, Chonchita?
La pobre Asunción, completamente abatida, no contestó nada; visto lo cual por su amiga, tomó asiento al lado; y la instó con mucha viveza para que le contase lo que la ponía tan triste.
—Mira, Lola,—comenzó con voz temblorosa y casi imperceptible,—después que te lo diga, ya no me querrás.
Lola protestó con una mueca…
—Mañana hace un mes que murió tu hermano Pepito… Á mí no me han dejado ir á tu casa, pero toda la tarde la pasé llorando… Luisa te lo puede decir… Lloraba porque Pepito y yo éramos novios… ¿no lo sabías?
—¡No!
—Pues lo éramos desde hacía dos meses. Me escribió una carta y me la dió un día al entrar en tu casa: salió de un cuarto de repente, me la dió y echó á correr. Me decía que desde la primera vez que me había visto le había gustado, que podríamos ser novios si yo le quería, y que en concluyendo la carrera de abogado, que era la que pensaba seguir, nos casaríamos. Á mí me daba mucha vergüenza contestarle, pero como á Luisa le había escrito también Paco Núñez declarándose, yo por encargo de ella le dije un día en el paseo: «Paco, de parte de Luisa, que sí,» y á la otra vuelta Luisa le dijo á Pepito: «Pepito, de parte de Asunción, que sí.» Y quedamos novios. Los domingos cuando bailábamos en tu casa ó en la mía, me sacaba más veces que á las demás, pero no se atrevía á decirme nada… Á pesar de eso, una vez bailando, como estaba triste y hablaba poco, le pregunté si estaba enfadado, y él me contestó: «Yo no me enfado con nadie, y mucho menos contigo.» Yo me puse colorada… y él también… Todos los días por la tarde iba á esperarme á la salida del colegio; se estaba paseando por delante hasta que yo salía y después me seguía hasta casa…
Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola, que la escuchaba con tristeza y curiosidad, aguardó un rato á que continuase…
—¿De qué murió tu hermano? ¿No dijeron los médicos que había muerto de una mojadura que había cogido?
—Sí.
—Pues esa mojadura, Lola… la cogió por causa mía… Sí, la cogió por causa mía… Una tarde en que estaba lloviendo á cántaros, fué á esperarme al colegio… Le ví por los cristales metido en un portal… en el portal de enfrente… no traía paraguas. Cuando salimos, yo me tapé perfectamente porque la criada había traído uno para mí y otro para ella… Pepito nos siguió á descubierto. Llovía atrozmente… y yo en vez de ofrecerle el paraguas y taparme con el de la criada, le dejé ir mojándose hasta casa… Pero no fué por gusto mío, Lola… por Dios, no lo creas… fué que me daba vergüenza…
Al decir estas palabras, la embargó la emoción, se le anudó la voz en la garganta y rompió á sollozar fuertemente. Lolita se la quedó mirando un buen rato, con ojos coléricos, el semblante pálido y las cejas fruncidas; por último se levantó repentinamente y fué á reunirse con sus amigas que estaban algo apartadas formando un grupo. La ví agitar los brazos en medio de ellas narrando, al parecer, el suceso con vehemencia, y observé que algunas lágrimas se desprendían de sus ojos, sin que por eso perdiesen la expresión dura y sombría. Asunción permaneció sentada, con la cabeza baja y ocultando el rostro entre las manos…
El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviese todavía por las ramas de los árboles y las fachadas de las casas. Los lejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecían en aquel instante como si fuesen de plata. El salón estaba ya lleno de gente. Después de discutir con violencia y de rechazar enérgicamente las proposiciones conciliadoras, Lolita se encerró en un silencio sombrío… Al fin volvió lentamente la cabeza hacia Asunción. La pobre niña seguía en la misma postura, abatida, ocultando siempre el rostro con las manos. Al verla, debió pasar un soplo de enternecimiento por el corazón de la irritada hermana; destacóse del grupo, y viniendo hacia ella, le echó los brazos al cuello diciendo:
—No llores, Chonchita, no llores.
Pero al pronunciar estas palabras lloraba también. La cabecita rubia y la morena estuvieron un instante confundidas. Rodeáronlas las amigas, y ni una sola dejó de verter lágrimas.
—¡Vamos, niñas, que nos están mirando!—dijo Luisa.—Enjugad las lágrimas y vamos á pasear.
Y en efecto, llevándose el pañuelo á los ojos, ella la primera, con rostro sereno y risueño se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre; y las perdí muy pronto de vista.