El Libro Talonario
Pedro Antonio de Alarcón
HISTORIETA RURAL
Capítulo I
La acción comienza en Rota. – Rota es la menor de aquellas encantadoras poblaciones hermanas que forman el amplio semicírculo de la bahia de Cádiz; pero, con ser la menor, no ha faltado quien ponga los ojos en ella. – El Duque de Osuna, a título de Duque de Arcos, la ostenta entre las perlas de su corona hace muchísimo tiempo, y tiene allí su correspondiente castillo señorial, que yo pudiera describir piedra por piedra…
Mas no se trata aquí de castillos, ni de duques, sino de los célebres campos que rodean a Rota y de un humildísimo hortelano, a quien llamaremos el tío Buscabeatas, aunque no era éste su verdadero nombre, según parece.
Los campos de Rota (particularmente las huertas) son tan productivos que, además de tributarle al Duque de Osuna muchos miles de fanegas de grano y de abastecer de vino a toda la población (poco amante del agua potable y malísimamente dotada de ella), surten de frutas y legumbres a Cádiz, y muchas veces a Huelva, y en ocasiones a la misma Sevilla, sobre todo en los ramos de tomates y calabazas, cuya excelente calidad, suma abundancia y consiguiente baratura exceden a toda ponderación; – por lo que en Andalucía la Baja se da a los roteños el dictado de calabaceros y de tomateros, que ellos aceptan con noble orgullo.
Y, a la verdad, motivo tienen para enorgullecerse de semejantes motes; pues es el caso que aquella tierra de Rota que tanto produce (me refiero a la de las huertas); aquella tierra que da para el consumo y para la exportación; aquella tierra que rinde tres o cuatro cosechas al año, ni es tal tierra, ni Cristo que lo fundó, sino arena pura y limpia, expelida sin cesar por el turbulento Océano, arrebatada por los furiosos vientos del Oeste y esparcida sobre toda la comarca roteña, como las lluvias de ceniza que caen en las inmediaciones del Vesubio.
Pero la ingratitud de la Naturaleza está allí más que compensada por la
constante laboriosidad del hombre. –Yo no conozco, ni creo que haya en el
mundo, labrador que trabaje tanto como el roteño. – Ni un leve hilo de agua
dulce fluye por aquellos melancólicos campos… ¿Qué importa? ¡El calabacero
los ha acribillado materialmente de pozos, de donde saca, ora a pulso, ora por
medio de norias, el precioso humor que sirve de sangre a los vegetales! – La
arena carece de fecundos principios, del asimilable humus… ¿Qué importa?
¡El tomatero pasa la mitad de su vida buscando y allegando sustancias que
puedan servir de abono, y convirtiendo
en estiércol hasta las algas del mar! – Ya poseedor de ambos preciosos
elementos, el hijo de Rota va estercolando pacientemente, no su heredad entera
(pues le faltarla abono para tanto), sino redondeles de terreno del vuelo de un
plato chico, y en cada uno de estos redondeles estercolados siembra un grano de
simiente de tomate o una pepita de calabaza, que riega luego a mano con un
jarro muy diminuto, como quien da de beber a un niño.
Desde entonces hasta la recolección cuida diariamente una por una las
plantas que nacen en aquellos redondeles, tratándolas con un mimo y un esmero
sólo comparables a la solicitud con que las solteronas cuidan sus macetas. Un
día le añade a tal mata un puñadillo de estiércol; otro le echa una
chorreadita de agua; ora las limpia a todas de orugas y demás insectos
dañinos; ora cura a las enfermas, entablilla a las fracturadas, y
pone parapetos de caña y hojas secas a las que no pueden resistir los rayos del
sol o están demasiado expuestas a los vientos del mar; ora, en fin, cuenta los
tallos, las hojas, las flores o los frutos de las más adelantadas y precoces,
y les habla, las acaricia, las besa, las bendice y hasta les pone expresivos
nombres para distinguirlas e individualizarlas en su imaginación. – Sin
exagerar: es ya un proverbio (y yo lo he oído repetir muchas veces en Rota) que
el hortelano de aquel país toca por lo menos cuarenta veces con su propia mano
a cada mata de tomates que nace en su huerta. – Y así se explica que los
hortelanos viejos de aquella localidad lleguen a quedarse encorvados, hasta tal
punto que casi se dan con las rodillas en la barba…
¡Es la postura en que han pasado toda su noble y meritoria vida!
Capítulo II
Pues bien: el tío Buscabeatas pertenecía al gremio de estos hortelanos.
Ya principiaba a encorvarse en la época del suceso que voy a referir: y era que ya tenía sesenta años… y llevaba cuarenta de labrar una huerta lindante con la playa de la Costilla.
Aquel año había criado allí unas estupendas calabazas, tamañas como bolas decorativas de pretil de puente monumental, y que ya principiaban a ponerse por dentro y por fuera de color de naranja, lo cual quería decir que había mediado el mes de Junio. Conocíalas perfectamente el tío Buscabeatas por la forma, por su grado de madurez y hasta de nombre, sobre todo a los cuarenta ejemplares más gordos y lucidos, que ya estaban diciendo guisadme, y pasábase los días mirándolos con ternura y exclamando melancólicamente:
-- ¡Pronto tendremos que separarnos!
Al fin, una tarde se resolvió al sacrificio; y señalando a los mejores frutos de aquellas amadísimas cucurbitáceas que tantos afanes le habían costado, pronunció la terrible sentencia.
-- Mañana (dijo) cortaré estas cuarenta, y las llevaré al mercado de Cádiz. – ¡Feliz quien se las coma!
Y se marchó a su casa con paso lento, y pasó la noche con las angustias del padre que va a casar una hija al día siguiente.
-- ¡Lástima de mis calabazas! – suspiraba a veces sin poder conciliar el sueño. – Pero luego reflexionaba, y concluía por decir:-- Y ¿qué he de hacer, sino salir de ellas? ¡Para eso las he criado! – Lo menos van a valerme quince duros…
Gradúese, pues, cuánto sería su asombro, cuánta su furia y cuál su desesperación, cuando, al ir a la mańana siguiente a la huerta, halló que, durante la noche, le habían robado las cuarenta calabazas… – Para ahorrarme de razones, diré que, como el judío de Shakespeare, llegó al más sublime paroxismo trágico, repitiendo frenéticamente aquellas terribles palabras de Shylock, en que tan admirable dicen que estaba el actor Kemble:
-- ¡Oh! ¡Si te encuentro! ¡Si te encuentro!
Púsose luego el tío Buscabeatas a recapacitar fríamente, y comprendió que sus amadas prendas no podían estar en Rota, donde sería imposible ponerlas a la venta sin riesgo de que él las reconociese, y donde, por otra parte, las calabazas tienen muy bajo precio.
-- ¡Como si lo viera, están en Cádiz! (dedujo de sus cavilaciones.) El infame, pícaro, ladrón, debió de robármelas anoche a las nueve o las diez y se escaparía con ellas a las doce en el barco de la carga… ¡Yo saldré para Cádiz hoy por la mañana en el barco de la hora, y maravilla será que no atrape al ratero y recupere a las hijas de mi trabajo!
Así diciendo, permaneció todavía cosa de veinte minutos en el lugar de la catástrofe, como acariciando las mutiladas calabaceras, o contando las calabazas que faltaban, o extendiendo una especie de fe de livores para algún proceso que pensara incoar hasta que, a eso de las ocho, partió con dirección al muelle.
Ya estaba dispuesto para hacerse a la vela el barco de la hora, humilde falucho que sale todas las mañanas para Cádiz a las nueve en punto, conduciendo pasajeros, así como el barco de la carga sale todas las noches a las doce, conduciendo frutas y legumbres…
Llámase barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas que median entre la antigua villa del Duque de Arcos y la antigua ciudad de Hércules…
Capítulo III
Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía a un aburrido polizonte que iba con él:
-- ¡Estas son mis calabazas! – ¡Prenda V. a ese hombre!
Y señalaba al revendedor.
-- ¡Prenderme a mí! (contestó el revendedor, lleno de sorpresa y de cólera.) – Estas calabazas son mías; yo las he comprado…
-- Eso podrá V. contárselo al Alcalde – repuso el tío Buscabeatas.
-- ¡Que no!
-- ¡Que sí!
-- ¡Tío ladrón!
-- ¡Tío tunante!
-- ¡Hablen Vds. con más educación, so indecentes! ¡Los hombres no deben faltarse de esa manera! – dijo con mucha calma el polizonte, dando un puñetazo en el pecho a cada interlocutor.
En esto ya había acudido alguna gente, no tardando en presentarse también allí el Regidor encargado de la policía de los mercados públicos, o sea el Juez de abastos, que es su verdadero nombre.
Resignó la jurisdicción el polizonte en Su Señoría, y enterada esta digna autoridad de todo lo que pasaba, preguntó al revendedor con majestuoso acento:
-- ¿A quién le ha comprado V. esas calabazas?
-- Al tío Fulano, vecino de Rota… – respondió el interrogado.
-- ¡Ése había de ser! (gritó el tío Buscabeatas.) ¡Muy abonado es para el caso! ¡Cuando su huerta, que es muy mala, le produce poco, se mete a robar en la del vecino!
-- Pero, admitida la hipótesis de que a V. le han robado anoche cuarenta calabazas (siguió interrogando el Regidor, volviéndose al viejo hortelano), ¿quién le asegura a V. que éstas, y no otras, son las suyas?
-- ¡Toma! (replicó el tío Buscabeatas.) ¡Porque las conozco como V. conocerá a sus hijas, si las tiene! – ¿No ve V. que las he criado? – Mire V.: ésta se llama rebolonda; ésta, cachigordeta; ésta, barrigona; ésta, coloradilla; ésta Manuela…, porque se parecía mucho a mi hija la menor…
Y el pobre viejo se echó a llorar amarguísimamente.
-- Todo eso está muy bien… (repuso el Juez de abastos); pero la ley no se contenta con que usted reconozca sus calabazas. Es menester que la autoridad se convenza al mismo tiempo de la preexistencia de la cosa, y que V. la identifique con pruebas fehacientes… – Señores, no hay que sonreírse… – ¡Yo soy abogado!
¡Pues verá V. qué pronto le pruebo yo a todo el mundo, sin moverme de aquí, que esas calabazas se han criado en mi huerta! – dijo el tío Buscabeatas, no sin grande asombro de los circunstantes.
Y soltando en el suelo un lío que llevaba en la mano, agachóse, arrodillándose hasta sentarse sobre los pies, y se puso a desatar tranquilamente las anudadas puntas del pañuelo que lo envolvía.
La admiración del Concejal, del revendedor y del corro subió de punto.
-- ¿Qué va a sacar de ahí? – se preguntaban todos.
Al mismo tiempo llegó un nuevo curioso a ver qué ocurría en aquel grupo, y habiéndole divisado el revendedor, exclamó:
-- ¡Me alegro de que llegue V., tío Fulano! Este hombre dice que las calabazas que me vendió usted anoche, y que están aquí oyendo la conversación, son robadas… – Conteste V…
El recién llegado se puso más amarillo que la cera, y trató de irse; pero los circunstantes se lo impidieron materialmente, y el mismo Regidor le mandó quedarse.
En cuanto al tío Buscabeatas, ya se había encarado con el presunto ladrón, diciéndole:
-- ¡Ahora verá V. lo que es bueno!
El tío Fulano recobró su sangre fría, y expuso:
-- Usted es quien ha de ver lo que habla; porque si no prueba, y no podrá probar, su denuncia, lo llevaré a la cárcel por calumniador. – Estas calabazas eran mías; yo las he criado, como todas las que he traído este año a Cádiz, en mi huerta del Egido, y nadie podrá probarme lo contrario.
-- ¡Ahora verá V.! – repitió el tío Buscabeatas acabando de desatar el pañuelo y tirando de él.
Y entonces se desparramaron por el suelo una multitud de trozos de tallo de calabacera, todavía verdes y chorreando jugo, mientras que el viejo hortelano, sentado sobre sus piernas y muerto de risa, dirigía el siguiente discurso al Concejal y a los curiosos:
-- Caballeros: ¿no han pagado Vds. nunca contribución? Y żno han visto aquel libraco verde que tiene el recaudador, de donde va cortando recibos, dejando allí pegado un tocón o pezuelo, para que luego pueda comprobarse si tal o cual recibo es falso o no lo es? – Lo que V. dice se llama el libro talonario – observó gravemente el Regidor.
-- Pues eso es lo que yo traigo aqui: el libro talonario de mi huerta, o sea los cabos a que estaban unidas estas calabazas antes de que me las robasen. – Y, si no, miren Vds. – Este cabo era de esta calabaza… Nadie puede dudarlo…
-- Este otro…, ya lo están Vds. viendo…, era de esta otra.– Este más ancho…, debe de ser de aquélla… ¡Justamente!-- Y éste es de ésta… Ése es de ésa… Ésta es de aquél…
Y en tanto que así decía, iba adaptando un cabo o pedúnculo a la excavación que había quedado en cada calabaza al ser arrancada, y los espectadores veían con asombro que, efectivamente, la base irregular y caprichosa de los pedúnculos convenía del modo más exacto con la figura blanquecina y leve concavidad que presentaban las que pudiéramos llamar cicatrices de las calabazas.
Pusiéronse, pues, en cuclillas los circunstantes, inclusos los polizontes y
el mismo Concejal, y comenzaron a ayudarle al tío Buscabeatas en aquella
singular comprobación, diciendo todos a un mismo tiempo con pueril
regocijo:
-- ¡Nada! ¡Nada! ¡Es indudable! ¡Miren Vds.! – Éste es de aquí… Ése es de ahí… Aquélla es de éste… Ésta es de aquél…
Y las carcajadas de los grandes se unían a los silbidos de los chicos, a las imprecaciones de las mujeres, a las lágrimas de triunfo y alegría del viejo hortelano y a los empellones que los guindillas daban ya al convicto ladrón, como impacientes por llevárselo a la cárcel.
Excusado es decir que los guindillas tuvieron este gusto; que el tío Fulano vióse obligado desde luego a devolver al revendedor los quince duros que de él había percibido; que el revendedor se los entregó en el acto al tío Buscabeatas, y que éste se marchó a Rota sumamente contento, bien que fuese diciendo por el camino:
-- ¡Qué hermosas estaban en el mercado! ¡He debido traerme a Manuela, para comérmela esta noche y guardar las pepitas!
Noviembre de 1877.