Temprano y con Sol
El empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación del Norte de Madrid, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa cuando la infantil vocecita pronunció, en tono imperativo:
—¡Dos billetes de primera para París…!
Miró á su interlocutora, y vió que era una morena de once á doce años, de ojos como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado ropón de franela roja, y luciendo un sombrerillo jockey de terciopelo granate que le sentaba á las mil maravillas. Agarrado de la mano traía la señorita á un caballerete que representaba la misma edad sobre poco más ó menos, y también tenía trazas en semblante y ropa de pertenecer á muy distinguida clase y á muy acomodada familia. El chico parecía azorado; la niña, alegre con nerviosa alegría. El empleado sonrió á la gentil pareja y murmuró como quien da algún paternal aviso:
—¿Directo ó á la frontera? Á la frontera son ciento cincuenta pesetas, y…
—Ahí va dinero,—contestó la intrépida señorita alargando un abierto portamonedas. El empleado volvió á sonreír, ya con marcada extrañeza y compasión, y advirtió:
—Aquí no tenemos bastante.
—¡Hay quince duros y tres pesetas!—exclamó la viajerilla.
—Pues no alcanza. Y para convencerse, pregunten ustedes á sus papás.
Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán, cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada en el suelo, gritó:
—¡Bien… pues entonces… un billete más barato!
—¿Cómo más barato? ¿de segunda? ¿de tercera? ¿á una estación más próxima? ¿Escorial; Ávila…?
—¡Ávila, sí… Ávila… justamente Ávila…! respondió con energía la niña.—Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de hombros… y entregó los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas.
Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén; metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un departamento donde fuesen solos; y con gran asombro del turista americano que ya acomodaba en un rincón su valija de cuero, al verse dentro del coche se agarraron de la cintura y empezaron á bailar.
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¿Cómo principió aquella pasión devoradora? Pues empezó del modo más sencillo, más inocente y más bobo. Empezó por una manía. Ambos eran coleccionistas…
La mamá de Serafina, llamada Finita, y el papá de Francisco, llamado Currín, se trataban poco; ni siquiera se visitaban, á pesar de vivir en la misma opulenta casa del barrio de Salamanca: en el primer piso el papá de Finita, y en el segundo la mamá de Currín. Currín y Finita, en cambio, se encontraban muy á menudo en la escalera, cuando él iba á clase y ella salía para su colegio…
Cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita llevaba bajo el brazo un objeto, un libro rojo, ¡libro tantas veces codiciado y soñado por él!… Rogó á Finita que le enseñase el magnífico álbum de sellos. Finita accedió á los ruegos de Currín: pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron á hojearlo con vivacidad.—«Esta hoja es del Perú. Mira, los de las islas Hawai. Tengo la colección completa.»
Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación marca y autoriza su correspondencia… Currín se embelesaba, y chillaba de vez en cuando dando brincos:
«¡Ay! ¡Ay! ¡qué rebonito! Éste no lo tengo yo…»
Por fin, al llegar á uno muy raro de la república de Liberia, no pudo contenerse.
«¿Me lo das?»—«Toma;» respondió con expansión Finita. «Gracias, hermosa;» contestó el galán; y como Finita, al oir el requiebro, se pusiese color de la cubierta de su álbum, Currín reparó en que Finita era muy guapa, sobre todo así, colorada de placer y con los ojos brillantes, negros, rebosando alegría.
«¿Sabes que te he de decir una cosa?»—murmuró el chico.
—«Anda, dímela.»
—«Hoy no.»—La doncella que acompañaba á Finita al colegio, había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con la escena filatélica; pero le pareció que se prolongaba mucho, y pronunció un «vamos, señorita,» que significaba:
«Hay que ir al colegio…»
Currín se quedó admirando su sello y pensando en Finita. Era Currín un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado á los dramas tristes, á las novelas de aventuras extraordinarias, y á leer versos y aprendérselos de memoria. Siempre estaba pensando en que le había de suceder algo raro y maravilloso; de noche soñaba mucho, y con cosas del otro mundo ó con algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba sellos, soñaba también con viajes de circumnavegación y países desconocidos…
Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados de sellos para obsequiar á Finita. En cuanto la dama vió al galán, sonrió y se acercó con misterio. «Aquí te traigo esto,» balbuceó él. Finita puso un dedo sobre los labios, como para indicar al chico que se recatase de la doncella; pero constándole á Currín que no había en el obsequio de los sellos malicia alguna, fué muy resuelto á entregarlos. Finita se quedó al parecer algo chafada: sin duda esperaba otra cosa: y llegándose vivamente á Currín, le dijo entre dientes:
—¿Y… y aquello?
—¿Aquello…?
—Lo que me ibas á decir ayer.
Currín suspiró, se miró las botas, y pronunció esta tontería:
—Si no era nada…
—¡Cómo nada!—articuló Finita furiosa.—¡Qué idiota! ¿Nada, eh?
Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica que apretaba entre sus dedos, se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró suavemente: «Sí, era algo… Quería decirte que eres… ¡más guapita!» Y espantado de su osadía, echó á correr escalera abajo.
Al otro día, Currín escribió unos versos en que decía á Finita:
Nace el amor de la nada;
De una mirada tranquila;
Al girar de una pupila
Se halla un alma enamorada.
Graves autores aseguran que Currín los sacó de un libro que le prestó un compañero. Mas ¿qué importa? El caso es que Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente enamorado. No pensaba más que en Finita; se sacaba la raya esmeradamente, se compró una corbata nueva, y suspiraba á solas.
Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella cerraba los ojos… ó no veía, creyendo que allí se hablaba buenamente de sellos…
Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era aquélla la señorita Serafina, que pasaba sola, con un bolsillo de piel al brazo? ¿Y no era aquél que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se subían los dos á un coche de punto? ¡Jesús, María y José! Pero ¡cómo están los tiempos y las costumbres! Y ¿á dónde irán? ¿Aviso ó no aviso á los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre de bien?
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—Oye,—decía Finita á Currín, apenas el tren se puso en marcha.—Ávila ¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita, lo mismo que París?
—No…—respondió Currín con cierto escepticismo amargo.—Debe de ser un pueblo de pesca.
—Pues entonces… no conviene que nos quedemos allí. Hay que seguir á París. Yo quiero ver París; y también quiero ver las Pirámides de Egipto.
—Sí…—murmuró Currín, por cuya boca hablaba el buen sentido y la realidad—pero… ¿y el dinero?
—¿El dinero?—contestó Finita.—Eres bobo. ¡Se pide prestado!
—¿Y á quién?
—¡Á cualquiera!
—¿Y si no nos lo quieren dar?
—¿Y por qué, tonto? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también. Empeñaré además el abrigo nuevo. No sirves para nada… ¡Escribimos á papá que nos envíe… un… un bono… no, una letra! Papá las está mandando cada día á todas partes.
—Tu papá estará echando chispas… ¡La hicimos, Finita!… No sé qué será de nosotros.
—Pues se empeña el reloj, y en paz… ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en Ávila! Me llevarás al café… y al teatro… y al paseo…
Cuando oyeron cantar «¡Ávila! ¡Veinticinco minutos!» saltaron del tren, pero al sentar el pie en el andén, se quedaron indecisos. La gente salía, se atropellaba hacia la fonda, y los enamorados no sabían qué hacer. «¿Por dónde se va á Ávila?» preguntó Currín á un mozo, que viendo á dos niños sin equipaje, se encogió de hombros y se alejó. Por instinto se encaminaron á una puerta, entregaron sus billetes, y asediados por un solícito agente de fonda, se metieron en el coche, que los llevó á la del Inglés.
Acababa de recibir el gobernador de Ávila un telegrama de Madrid, interesando la captura de la apasionada pareja. La captura se verificó y los fugitivos fueron llevados á Madrid sin pérdida de tiempo. Finita quedó internada en un convento y Currín en un colegio, de donde no se les permitió salir en un año, ni aún los domingos…